lunes, 12 de enero de 2015

Por el valle del arroyo del Tobar

Caminar por las sierras de la región de Madrid sin toparte con (no mucha) gente, cada vez es una empresa más difícil. En GRAMA lo hemos intentado y acaso lo hemos conseguido, por uno de los últimos valles secretos y más sorprendentes que nos quedan en la Comunidad de Madrid.
Salimos de la pedanía de Robledondo (Santa María de la Cabeza). El madrugón de las caras pronto se esfuma con el relente de la mañana. Los que vamos no estamos dispuestos a apolillarnos y el viento mañanero está de nuestro lado. El camino sube sobre las laderas del Cerro de la Cancho, atravesamos las campas de los Cervunales para en no mucho, alcanzar el alto del Malagón.

Alguien sugiere subir a Abantos. Ciclistas, paseantes y montañeros rompen con el silencio y soledad que llevábamos adosados tras nuestro devenir por los páramos de piorno dejados atrás. La tierra se vuelve menos dura al atravesar densos pinares repoblados en el pasado. Bajo nuestros pies la metástasis urbanizadora de El Escorial y San Lorenzo. Una foto para el recuerdo y busquemos la soledad, por favor.

El pequeño embalse del Tobar se alcanza sin mucha dificultad por la pista que desciende directa desde Malagón. Manchas de hielo se desparraman por las laderas de las praderas más encharcadizas. A partir del muro de la presa el sendero desaparece y hay que irlo buscando aquí y allí. Desparece entre las zarzas para luego salir rejuvenecido más adelante. El paisaje es imponente. El valle se encajona cada vez más. Grandes canchales caen a uno y otro lado del valle. Una pareja de cornejas anuncian su presencia.

  

La marcha se hace lenta, buscando el paso más adecuado. A veces a izquierda del arroyo, a veces a su derecha. El enebral van abriéndose paso entre canchales, majuelos y gavillas. El fondo del valle es dominado por sauces blancos, que dirigen el curso de río. Allá, a lo lejos, pequeñas manchas de robledal que anuncian lo que debió ser aquéllo hace tanto tiempo.

Casi al llegar a la junta con el arroyo de la Aceña (pequeño río que vio mermada su libertad con la construcción de la presa en 1989 y que da servicio al abastecimiento de Madrid), antes de una nave solitaria, un camino atrocha monte arriba a nuestra izquierda, en la Umbría de Calleja. No dan ganas de cogerlo, pero es el itinerario que hay que seguir. Las vistas del valle siguen siendo imponentes. Tras una dura subida, se nos abre la vista a una gran vaguada. Al fondo a la izquierda, baja, sin ataduras, el chorro del Hornillo. Escuchamos el silencio. Sólo se oye silencio. Y nada más.

Formaciones de praderas perfectamente alineadas por muros de piedra seca. Un trago en el agua del arroyo para refrescar la garganta y hacer que el encanto del lugar no solo penetre por nuestros ojos y oídos. Hay una pista a la derecha que nos llevará de nuevo a Robledondo. Cansados, con el sol pegado en la cara, el frío en los dedos, el cansancio en las piernas y el bienestar en los ojos, damos alcance al bar del pueblo. 

Ha sido una buena jornada, en la que hemos encontrado la soledad en las tierras madrileñas.









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